sábado, 1 de diciembre de 2007

A los papis se les respeta...

De chibolos, muy chibolos, temíamos mentirle a nuestros padres, porque sabíamos que nuestra inexperiencia para ocultar la verdad nos delataría en algún momento. Temblábamos de pies a cabeza, cuando uno de ellos se acercaba a nosotros poco después de cometer una travesura. Era inevitable no sacudir nuestro cuerpo de nervios cuando ellos nos interrogaban sobre el delito infantil de romper un jarrón, golpear al compañero de aula o escaparse del colegio, como las más emblemáticas travesuras de niño.
Llorar ante nuestros padres es una abierta confesión de la falta cometida, pero también es un viejo truco para pasar piola y ser perdonados, hasta la próxima travesura. Eso en el mejor de los casos. Pero cuando defendemos nuestra mentira, exponiendo otra como aval, nos arriesgamos a ser expulsados de la lista de "hijos buenos" de papá y mamá. Y nos preocupa que eso suceda, porque son nuestros viejos, quienes nos hospedaron en este mundo y empaquetaron alegrías sólo para nosotros. No podemos defraudarlos.
Al crecer las travesuras se pintan de otro color, pero siguen regalándonos problemas con nuestros padres. Al igual que a la policía, a los papis se les respeta. Y es que si no lo hacemos, perdemos el permiso para los tonos de fin de semana y la posibilidad de encontrar a él o ella en un interminable abrazo, y por qué no, en un incansable beso, inmenso como la eternidad.
A los papis se les respeta -insisto- porque son nuestros papis y decepcionarlos no está dentro de nuestros planes de vida, al menos de una vida feliz, armoniosa, donde nadie pelee con nadie. En ocasiones nos revelamos y le robamos la paz que ellos nos piden le ofrezcamos como trueque, a cambio de la felicidad que nos dieron de niños. Pero luego somos derrotados y seguimos siendo los hijos buenos de siempre.
Papá y mamá no son malos, también pelearon con sus padres como nosotros lo hacemos ahora con ellos. Y quizás por eso, no quieren que sus errores se calquen en nuestra vida. Pero carajo, ellos no entienden que su vida no es la nuestra, que tenemos derecho a equivocarnos como ellos lo hicieron.
Sin embargo, terminamos por ceder. No importa cuantas promesas de amor hayamos hecho porque terminan por destrozarlas, apelando al argumento que ellos tienen la razón. OK, regalémosle paz a nuestros padres y sumerjámonos en el infierno de no saber decidir, quememos la promesa de luchar canjeándola por lágrimas que no enmiendan nada, absolutamente nada.

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