martes, 29 de abril de 2008

Chau tía... nos vemos luego

Mucho antes de ingresar a trabajar en el grupo La República, me consumía la curiosidad por saber qué mujer personificaba a la periodista de las páginas deportivas de los diarios de la empresa. Durante mucho tiempo fue una gran interrogante sin resolver. La imaginaba con características físicas distintas, entre una y otra ocasión que la dibujaba imaginariamente en mis ratos de ocio en el colegio inicialmente, y luego en la universidad, siendo aún un novato estudiante de periodismo.
Admito que la distancia entre lo real y lo iluso de mis ideas, me hizo -sin notarlo- desistir a la idea de conocerla personalmente algún día, de preguntarle qué sentía al ejercer el periodismo deportivo, estar cerca de los jugadores de fútbol que yo sólo veía por la tele. Y es que ella, erá la única mujer que en Lambayeque hacía periodismo deportivo, y con una notable capacidad.
Cuando el tiempo había marcado una brecha entre el deseo de conocerla y el trabajo que conseguí al salir de la universidad, la encontré. Pero no lo sabía. Me enteré luego, muy luego. Mi primer encuentro con la mujer que admiraba por sus notas y tácito empeño, cruzó sus pasos con los míos en una comisión periodística distante a las canchas de fútbol o coliseo deportivo, a los que ella solía visitar. La encontré en un colegio, el día que los peruanos elegíamos a quienes ahora gobiernan el país. Como toda la mancha de periodistas, esperaba a un congresista que postulaba a la reelección. Después de sufragar, entrevistamos al tipo. Y ella, estaba al lado -sin saberlo- del chico que había buscado conocerla, y que fracasó en el intento.
Un año después de aquel episodio ingresé a trabajar a La República. Para entonces, las páginas deportivas las escribía otro tipo, uno que lucía sin descaro unos cachetes inmensos. Cuando supuse que la conocería, no pasó nada de eso. Ella no estaba.
Pero claro, no podía quedarme con la duda. Quería saber de ella, qué pasó, por qué se fue, o es que acaso estaba de vacaciones. No pasó mucho tiempo para lanzar la primera pregunta al Chotano, nuestro jefe de Información, quien sin duda sabría responderme. Fue entonces que supe que ella se llamaba Rocío Fernández, y que empezó a trabajar en la empresa en 1995. Era casada, tenía una nena a quien amaba con intensidad, pero que sufría con papí porque su mamá contrajo un cáncer que la alejó de las canchas para hospedarla en insoportables habitaciones de hospital.
La conocí al fin, pero por una descripción genérica que me dejó conmovido, porque la mujer que pinté desde niño en mi cabeza, estaba enferma. Luego el Chotano me enseñó algunas fotos donde ella lucía cabello largo, cabello que perdió producto de las quimioterapias a las que era sometida para vencer el cáncer. Después de meterme sin permiso en la vida de una persona que no conocía, me limité a oir los comentarios que hacían sobre ella, entre recuerdos de los primeros años del diario, hasta su celebrada mejoría.
Pasaron -calculo- seis meses desde que ingresé a trabajar a La República, cuando por algún motivo, de esos que te empujan a hacer cosas inexplicables, llegué temprano a la redacción del diario, costumbre impropia en mi rutina periodística. Al cruzar la primera puerta, como siempre busqué el saludo de don Abelito, amigo dedicado a hacer la limpieza en la empresa, pero no lo encontré. Mientras subía las escaleras, leía el diario que distrajo mi mirada, y evitó que al ingresar al ambiente de la redacción, la viera.
¡Hola!, me dijeron en coro una voz extraña y otra conocida. Era don Abelito, acompañado de una mujer de cabello corto, que supuse era algún familiar suyo, o alguna persona que buscaba algún periodista para denunciar alguna maldad. Con don Abelito acerté, pero con aquella mujer no. Su rostro posado ante mis ojos era distinto al de las fotografías que me mostró el Chotano. Mi torpeza me impidió advertir que ella era quien busqué y no encontré.
¡Hola Chotano!, dijo ella, dejando escapar en un fuerte abrazo la alegría encarcelada en los cuartos de hospital. ¡Hola vieja!, respondió el Chotano con inusual alegría devolviendo el cariño desparramado alrededor suyo. ¡Hey tío, ella es Rocío!, dijo el Chotano, dirigiéndose a mí, que de pronto me vi asaltado por la incertidumbre. Cuando reaccioné, sólo respondí con un saludo embobado que coqueteba con lo estúpido, a la reincorporada Rocío.
Con el tiempo llegué a tratar a Rocío, que permitió la llamara Chío, como diminutivo a su nombre que por años me acompañó sin un cuerpo visible. Conocí de cerca su caso, a su esposo y también a su encantadora nena. Mi irremediable costumbre de llamar a todos "tío" o "tía", aunque estos no lo fueran, hizo que la llamara igual a Chío. La Tía Chío me regaló ratos que prefiero no contar, pero que en esencia fueron deliciosos, por la lección de vida, y por las ganas rebeldes de no querer despedirse.
Algún tiempo después, no puedo precisar cuánto, Chío regresó a los hospitales que odiaba y amaba porque le quitaba horas con su familia, pero le permitían aún estar con ella. Con los chicos en el diario, organizamos una chanchita para ayudar a la familia de "la vieja". De pronto, las visitas al quirófano se hicieron un mal hábito para los médicos que la trataban. Chío luchaba, pero caminaba a paso lento.
Hoy por la mañana, una llamada telefónica, interrumpió una reunión que los periodistas teníamos con el editor. La cara del Chotano nos adelantaba segundos antes que lo dijera, que aquella era una mala noticia, que el titular del diario se teñiría de tristeza. ¡Murió Chío!, nos dijo, empujándonos al silencio y a los recuerdos que cada uno guardaba con ella.
Decidí escribir este post antes de ir al velorio de Chío. Supongo, y no porque sea una regla fúnebre, que algunas lágrimas caerán, y con las mías, las de los chicos que convivieron más tiempo con ella en aquella sala de redacción que la extrañará. Chau tía... nos vemos luego.

lunes, 21 de abril de 2008

Manu, la fregaste...

Gusto ser fanático de Alianza Lima, porque de pequeño la pierna zurda de César Cueto me reclutó a la tribuna de club blanquiazul. Recuerdo que un tío mío planeó convertirme en hincha del club que decía adorar cuando apenas había cumplido ocho años. Me sobornó con chocolates para que observara un video cuyas imágenes dejaban ver a Cueto haciendo travesuras a fines de los setenta con un negrito que luego me presentaron como Teófilo Cubillas.
Luego de ver las genialidades de Cueto era imposible negarme a la invitación de mi tío. Me interné en el mundo grone sin pensarlo dos veces, convencido que aquel era el mejor equipo del mundo, que ningún contrario podría vencerlo, incluso cuando los jugadores no eran los mismos.
Ser hincha de un equipo de fútbol te ciega, te hace perder la objetividad, pues crees que los once jugadores que visten la camiseta del club que sigues, son lo máximo. Lo demás, presumes en medio de errores, son los perdedores.
He enfrentado desde mis inicios como hincha blanquiazul a un sin numero de opositores, que -equivocados- son barristas frustrados de algún otro equipo. Las broncas más ácidas se dieron entre mieles y ajos, con los muchachotes de la U, o sin masticar, de Universitaria de Deportes.
Llamar a los cremas, gallinas, era un insulto imperdonable para quien lo pronunciara. Más de mil veces he llamado gallina a quien tildaba de cagones a los grones. Pero ahora, no puedo. Estoy contra la pared. Tengo un cuchillo pegado al cuello, y un dilema sin resolver.
Trato de desprenderme del apasionamiento que fabrica las intensas y típicas broncas entre equipos de fútbol, porque hace poco, Manu, mi hijo de apenas cuatro años, me confesó que pese a mis esfuerzos por convencerlo, no sería hincha de Alianza Lima. Me robó todo consuelo, cuando le pregunté si sería hincha del Aurich (equipo de nuestra tierra: Chiclayo) o del Manchester United, y me dijo que no, que había decidido -no sé por qué- en convertirse en hincha de la U.
Cegado por la euforia infantil, Manu no se conformó con patearme y decirme que no me acompañaría a ser aliancista, sino que descarado, me exigió con su carita de ángel que le comprara un polo crema con una U envuelta en un círculo pegado en el pecho. No tuve salida. Fingiendo que celebraría la compra tuve que asentar.
Al despedirnos alucinaba los clásicos entre la U y AL. Imaginaba los días en que con Manu apoyaríamos a los equipos que seguimos, en el mismo sofá, pero en extremos opuestos. Frente a la tele, Manu haría su propia Trinchera Norte, mientras yo, simularía estar en el Comando Sur.
Ayer -después de simular pesadillas- hice algo que siempre descarté, incluso en algún arrebato de locura. Pese a tener frente a mí decenas de polos trazados de líneas azules y blancas, compré una camiseta de la U. Pagué por un polo del antagonista. Me convertí en un traidor a la familia aliancista.
El único que celebró la traición fue Manu. No tardó en vestir el polo crema y recompensar el mal rato de su padre, envolviéndome con sus brazos delgaditos, y besándome sin descanso en las mejillas. ¡Gracias papi!, me dijo, después del bombardeo de caricias.
Esta es la única ocasión en la que camuflado aplaudo que alguien sonría por ser hincha de los cremas. Pero esta no será la única vez en la que abrace a los clásicos rivales... ¡Arriba Alianza!

viernes, 18 de abril de 2008

Por flojo perdemos

Esta es la segunda crisis de achorado que me invade desde que abrí el blog. Hace algún tiempo abandoné este espacio arrendado en la web por eventuales distracciones mezcladas con alguna responsabilidad de la chamba. Sin notarlo, marqué distancia entre el teclado y mis dedos. Provoqué que la simpatía entre estos se transformara en tedio, producto del cansancio comprado en el día luego de redactar y editar las notas del diario.
Un mes y un día después del último post, regreso a casa, aunque no muchos celebren esta decisión. Pocos, casi nadie, me preguntaron después de la segunda semana, por qué decidí de pronto alejarme del blog. Como la pregunta me tomaba de sorpresa, la respuesta era vaga, casi incomprensible. “Me da flojera”, respondía en mi defensa.
Incluso, quienes siguen de cerca el blog (sacrificio que agradezco), me proponían temas que surgían de repente para convertirlo en un post. Pero la flojera acomodada en mi espalda rechazaba toda propuesta, por más interesante que esta fuera. Chicho, lanzó alguna idea que olvidé, pero recuerdo que era cómica. Mary, por su parte, ensayó un pedido a favor de leer el blog, o en su defecto, de oír la vozdelono.
Haciendo un símil con la vida nuestra, la flojera nos aísla, nos encierra en un mundo que no es el nuestro. Sucumbimos ante el cansancio y perdemos espacios con la familia, con la pareja, con los amigos, con el blog. Ser flojo es tan peligroso como ser un ladrón, porque nos robamos momentos felices, y asaltamos la alegría de quienes no aman para pisotearla sin piedad.
Hay que equilibrar la balanza. Tenemos derecho a ser flojos tras una dura jornada de trabajo, sobre todo cuando los jefes nos putean. Pero no podemos sacrificar la felicidad ajena por lucirnos como holgazanes, descansando en excusas tontas, huecas.
Hoy, al igual que los últimos 31 días me siento cansado. Y aunque confieso que la flojera que rogaba no escribir este post, no podía seguir apresado. Vuelvo sin haberme despedido, mismo Hijo Pródigo. Regreso a vozdelono, con la promesa de desprenderme de la flojera y abrazarme al placer de escribir. Mañana, el primer post del reencuentro...